No
sé si os habéis dado cuenta pero, en los fines de semana, los sectores
más céntricos de la ciudad, tanto el histórico como el moderno, se ponen
de bote en bote, con los locales hosteleros atascados de gentío,
resultando casi milagroso encontrar sitio. Tanto para tomar unas copas
en solitario como para comer a base de tapas y raciones con los amiguetes o en
familia. Y hay quien se lleva las manos a la cabeza, preguntándose --sin
responderse-- cómo es posible tanta alegría cuando estamos instalados
en una crisis permanente. Que no hay un puto euro, vamos.
Claro
que hay crisis --me dicen algunos sabihondos, directores de oficinas
bancarias y gente así, de esos que saben la verdad, toda la verdad y
nada más que la verdad de lo que está pasando--, pero es para los
asuntos de gran calado, como cambiar
de coche, comprar un piso, una moto, un reloj de oro macizo, irse una semanita de viaje de placer al Caribe, y cosas
parecidas. Pero para las copichuelas y las
salidas de fin de semana, de eso, nada, monada. Quizás se tomen dos
cervezas en vez de las cinco reglamentarias, o una ración con mucho pan,
salsa y patatas fritas,
para untar y rebañar, en vez de las tres de costumbre. O bien se recojan antes, nada de las francachelas de antaño hasta las tantas de la madrugada.
Eso, sin olvidarnos de la gente que sobrevive mejor que tú y mejor que
yo, haciendo mil chapuzas sin pasar por los papeles --lo que llaman
economía "sumergida"--, cuando no va tirando con el benéfico "colchón"
de padres y abuelos, esos que nunca fallan.
Pero el biloneo del fin de semana, que dice mi tía Federica, la del pueblo, que no me lo toquen, porfa. Y
es que la sociabilidad de nuestras gentes es uno de sus principales
valores. Y ahí sí que no hay crisis que valga. ¿Crisis, dices? Amos,
venga.