No sé qué ha pasado, pero Badajoz, parte de la ciudad, está patas arriba. Con decenas de pequeñas obras en calles, plazas, rincones y jardines. Y hay de todo un poco: aceras que se estrechan, aceras que se agrandan, remates en los bordillos, reposición de solerías viejas, ajardinamientos nuevos, pero de mentirijilla, de césped artificial, y cosas así.
No es de extrañar que tanto movimiento obrero haya cogido al vecindario descolocado, en especial a los comerciantes --quejicas por naturaleza--, y a los viandantes de edad provecta, para quienes es una odisea pasar de una acera a otra. Y si es por las esquinas, ni os cuento. Con los coches metidos en los pasos de peatones, sin importarles ni mucho ni poco la integridad de los demás.
Y esta mañana, al paso de una de estas obras menores, me quedo como alelado, mirando y remirando, a ver cómo sale viva una ancianita, que trataba de cambiar de acera. Entonces, va un paisano y amigo, que me suelta por detrás:
--¡Pedro, no mires tanto, da igual, Badajoz está imposible con tanta obra!
--¡¡¡¡¡
Y el tío, tan campante, pues iba... ¡conduciendo su monovolumen! Así, cualquiera, colegas.
Obras son amores, que dice mi tía Federica, la del pueblo.